Cartas
Ese
día estaba lloviendo, el pantalón rosa se empapo hasta las rodillas, claramente
la sombrilla bajo la que estábamos la vieja Amanda y yo no podía cubrirnos del
todo, y menos cuando Amanda tiene tantas proporciones, son 85 kilos del más
puro y sincero afecto es la verdad, voy a quererla hasta mi muerte. Aunque la
sombrilla claramente no nos cubría del todo ella me apretujaba contra su
costado como si quisiera que me adhiriera a ella, no lo entendía bien, pero era
claro que estaba ya extrañándome. Nos detuvimos frente a un viejo portón blanco
rodeado por muros azules, ella detuvo su hasta hace unos segundos apresurados
andar y vacilo, bajo la lluvia ella vacilo, supongo que mi vida hubiese sido
distinta, ahora creo que infeliz, pero quien a los doce lo sabe.
Al
entrar debí esperar en una pequeña mesa cubierta por un mantel blanco con
bellos bordes tejidos, estaba amarillo supongo que por los muchos años que
llevaba cumpliendo con su servicio de antesala, en aquel reclusorio para
mujeres sin talento o con mucho temor. Espere por un largo tiempo, incluso
alcance a contar las flores del mantel, los cuadros con santos en el corredor,
las flores que se alcanzaban a ver en el patio interno. Pero no me levante de
la silla, no por obediencia, más bien por un infantil temor de perderme y que Amanda
no pudiera encontrarme en tan blanco lugar, y es que eso sucede en los lugares
tan monótonos y sin decoración definida, uno se pierde en esa dimensión de la
nada, de la falta de ocupación humana en esos dominios del espíritu santo.
Ya
estaba en ese punto del tedio en el que se inicia la inspección de las manos,
cuando una pequeña y anciana monja entro y me dijo con su voz casi inaudible, -
sígame.
Por
supuesto la seguí, siempre he respetado a mis mayores. Entre en una sala algo más
decorada, por una mano definitivamente femenina, con los usuales colores pastel
que se esperan entre dulces damas antiguas y sin usar. Dentro de un gigantesco
armario de madera saco la monja un hábito blanco de una sola pieza, me dijo que
me lo midiera a ver si era de mi talla, por supuesto no lo era, pero ella amablemente
me consoló, diciendo
-
dentro de poco yo sabrá cocer y tejer así podrá hacer sus propios hábitos.
Mientras
me asomaba por el espejo estaba esperando que Amanda me lo dijera, que ella me
buscara y me confesara lo que ya mi corazón sabía, habíamos llegado a ese
convento para dejarme, sola y abandonada como un Oliver twist cualquiera. Me
quite el hábito y lo patee lejos sin ver la cara de la pequeña monja mientras
me decía: - no seas grosera pequeña, todas amamos al señor.
Y
mientras tomaba el vestido del suelo murmuro mientras me tocaba el cabello: -
todas con el tiempo. Luego se marchó dejándome dispuesta a llorar mientras
deseaba arrojar los escasos adornos por el suelo. Pero no lo hice, es que no
soy del tipo teatral siempre he sido más sigilosa como las serpientes, diría un
día la madre superiora.
Después
de un rato llego una monja poseedora de un rostro hermoso y una sonrisa celestial,
con la piel más tersa que yo había contemplado jamás, y digo contemple porque así
fue como me quede en estado contemplativo, viéndola andar por la habitación con
su hábito completamente blanco excepto por el velo negro y la capa azul
turquesa, se movía como una reina en medio de sus dominios; hasta que con su
melodiosa voz pronuncio las palabras más mezquinas que he escuchado jamás.
-
Las niñas
groseras siempre han sido un desafío, en tiempos lejanos se sabía cómo domesticar
el temperamento, sin embargo, yo siempre opto por la tolerancia y te comprendo
pequeña. Me miro desde su pedestal, dignándose no solo a verme a los ojos,
también tomo mi mentón y dijo tan cerca de mi cara que hasta logre oler su
tibio y dulzón aliento: - Serás una cebolla.
Entro
una gorda novicia con velo blanco quien sin ningún tipo de cortesía me tomo por
el brazo como una muñeca y me dejo en una de las celdas, austera pero limpia
como no suelen ser las cosas de los católicos. Dormí sin revolver la cama,
sobre las cobijas y la cómoda almohada, mientras cerraba mis ojos pensé en mi
padre, ¿en dónde estaría? ¿Con Amanda, acaso me habían abandonado para vivir su
amor en libertad? Ojalá fuera así, me gustaba pensar en su felicidad, era mejor
que imaginarlo en alguna zanja ahogado en alcohol. Amanda maldita gorda infeliz
como se le ocurría dejarme en las manos de la virgen María. – mañana debo
averiguar más sobre mis torturadoras, me prometí antes de que mis parpados se
cerraran.
Un
golpe seco de la puerta abriéndose me despertó, acompañada de una voz
exasperada:
-
niña rápido a vestirse las encargadas de la huerta y la cocina siempre se
levantan temprano.
El
agua fría, el chocolate delicioso, el pan incomible, los huevos casi crudos, la
compañía inmutable. Empezaba a creer que a las novicias encargadas de la huerta
nos cortaban la lengua, pero sería bueno así no saborearía esos asquerosos
huevos. Pero no era un hecho, solo era mi mente especulando sobre las novicias
que aún estaban dormidas, lo sé por qué de las cuatro de la mañana a las siete no cerraron la boca, ni siquiera
para dejar de maldecir a las ratas que devoraban las cebollas y demás verduras
que sembrábamos en el solar exterior, desde allí se veía el edificio que era
una inmensa hacienda de dos pisos con patios internos y externos, en donde nos
encontrábamos se veía la biblioteca y el comedor, desde uno de los ventanales
nos observaba ese demonio hermoso y sonriente con piel de alabastro, deseaba
que no fuera a mí.
A
las ocho de la mañana las monjas hacían la fila y entraban al salón comedor en
mesas redondas tomaban sus alimentos, por supuesto insípidos y frugales como
dios manda. Era increíble que la rechoncha hermana Beatriz no supiera guisar,
porque obviamente disfrutaba comer. En un año no recuerdo cuantas veces recibí
jalones de orejas y pellizcos de sus rechonchos deditos, tenía el cabello corto
rojo y las cejas del mismo color, casi deslucía con los tonos del hábito. Ya
llevaba un año, sin embargo, nada de velo según mi bellísima carcelera no lo merecía,
y ya que las de la huerta tampoco usábamos el hermoso broche de piedras con la
imagen de la niña María, me veía aún más desamparada que las demás.
Las
cebollas me habían otorgado un penetrante olor, como al resto de mis compañeras
quienes podían usar el velo, pero en mi caso no se trataba de que me dormía durante
el ángelus, se trataba más bien de Amanda quien se había ido sin dejar dinero.
Mi
compañera favorita era Ana, una linda jovencita mayor que yo por varios años,
pero era silenciosa, patológicamente tímida y su olor ayudaba a disimular el mío.
La he apreciado como a una hija, como a una cría a la cual se le debe cuidar y
procurar; es que el instinto maternal está ahí, así el útero no se use.
Cuando
cumplió 21 años dejo caer su devocionario entre la bolsa de las cebollas, se apresuró
con tan agilidad sobre el objeto, cómo jamás la había visto hacerlo por nada,
así que como es natural en mi sospeche, ya que para una analfabeta como ella un
devocionario no significaría gran cosa.
Ya
hacia bastante tiempo que deambulaba por el edificio conventual a placer, pues
vuelvo a repetirlo soy un tanto sigilosa y mi padre no solo me enseñó a leer también
a obtener el dinero para los libros, que siempre han sido un objeto de lujo. Y
las llaves de la portera eran muy grandes y ella muy ciega algo gracioso si lo
piensan bien. Además, para dormir están las horas de oración, y yo quería tener
cierto devocionario en mis manos.
Así que entre a la habitación de Ana, quien dormía
plácidamente como solo lo puede hacer alguien cansado, trabajador e inocente.
Sobre su escritorio no estaba el devocionario, la verdad fui tonta al esperar
que estuviera allí, todos saben que las cosas amadas son vigiladas bajo la
almohada. Justo allí esperando por la verdad.
Ya
en mi propia habitación, lo leí y solo pude desear sentir aquello. La envidia
me embargo durante varias horas mientras miraba el techo desde la oscuridad
tendida en mi cama, me preguntaba sobre los elegidos, los que llegan a sentir
como sale el sol o cae la lluvia desde la indiferencia del amor humano.
A
la mañana siguiente fui hasta el comedor para encontrarme con esos huevos incomibles,
pero no vi a la inocente Ana, pregunté por ella a la hermana Beatriz, quien
como era su costumbre conto más de lo que se necesitaba:
-
diarrea, supongo que ahora se ha vuelto holgazana como tú, ¿quién amanece con
mal de estómago el día de cosecha?, Francamente el colmo no le creo nada a las
embusteras.
-Tal
vez si comiéramos mejor o al menos no tan mal. Conteste mientras salía por la
puerta de la cocina a todo vapor antes que la fiera recordara donde había
dejado el cucharon de madera, era su favorito para arrojar.
Escribí
una nota con mi mejor letra, por supuesto un plagio de la mejor poeta que había
leído, decía:
Si
ello es fuerza querernos, haya modo,
que
es morir el estar siempre riñendo:
no
se hable más en celo y en sospecha.
ANA
Deje
la nota dentro del devocionario junto a la carta que allí había encontrado y Salí
para deslizarlo debajo de su puerta; ella al sentir mis pasos abrió la puerta y
me miro con el rostro enjuagado en lágrimas, yo me levante de un solo respingo
y quede helada, nunca imagine que el amor doliera tanto.
-escribí
una respuesta para ella, debiste decirle que no sabes leer o escribir Ana, creo
que está molesta o se siente alejada.
-
cállate, por favor, es pecado. Me respondió con un grito ahogado y rabioso
mientras me arrebataba el devocionario y cerraba en mi cara la puerta.
Dormí
plácidamente sabía que la tentación de la comunicación es siempre ineludible
entre los amantes, y nadie mejor que sor Juana y sus versos cómplices. Al
despertar tarde tuve que quedarme sola sembrando las semillas de tomates, pero
Ana ofreció ayudarme con una renovada sonrisa, se notaba que había entregado la
nota y ahora todo estaba bien, ella no hablaba, pero sabía que las palabras se
le salían por los ojos, en silencio esparcía las semillas. Pero yo ya estaba
cansada de esperar la conversación y recite:
-Pues
ni quieres dejarme ni enmendarte,
yo
templaré mi corazón de suerte
que
la mitad se incline a aborrecerte
aunque
la otra mitad se incline a amarte.
Se
quedó perpleja, - es hermoso, me dijo levantando la mirada con timidez y anhelo–¿lo
escribió?
Yo asentí con la cabeza y ella lanzo a cualquier
parte las semillas, un sutil arrebato de alegría. Durante la tarde en maitines
me pidió que leyera el poema completo de sor Juana Inés de la Cruz, una
religiosa mexicana. Así que subimos hasta la biblioteca y le solicitamos a la hermana
librera que nos prestara un libro de poemas de sor Juana, la mujer que tenía un
bigote nada sutil dibujado sobre el labio, nos miró y no pudo resistirse a la
maldad del que se sabe privilegiado.
-esta
borrica no lee, y tú dudo que disfrutes de la poesía sacra, en medio de la
peste entre las cebollas.
-versos
de sor Juana por favor. Le respondí con mi voz más neutral, nunca entendí a
esas brujas tenían todo para ser felices y buenas, pero solo querían ser
normales.
Fue
desesperante verla en su proceso de buscar un libro, su parsimonia en el andar
no se comparaba a ningún otro espectáculo de tedio. Pero al voltear para buscar
a Ana, la vi por primera vez en años la vi. Estaba parada como una estatua en
medio del salón, viendo sin ningún pudor a una monja alta y con anteojos que
trabajaba en el escritorio al lado de la ventana que veía al huerto. La monja
estaba completamente sonrosada, llena de esos colores que solo el amor puede
entregar.
-
¿Qué haces tonta?, te vas a delatar, no la mires así por santa Teresa.
La
hale hacia la recepción ya que la desesperante monja venía con un libro. – son
los sonetos de san juan de la cruz, les convendrán más. Esa mexicana no es de
buena espina. Y entrego el libro con una mirada de ponzoña.
Después
de eso ya sabía quién era la receptora de mis cartas, cada vez más apasionadas
debo decir, me convertí en una simple escriba, Ana a medida que pasaba el
tiempo perdía mas el decoro en mi presencia y me confesaba como a una silla,
sus emociones desbordadas por besos en pasillos solitarios y roces indebidos en
el comedor. Pero ya no era conmigo con quien deseaba pasar las noches dictando
cartas, ella ahora quería lo que la carne se apresuraba a exigir.
Por
supuesto con mucho recelo les di mi llave de portería, pero no sin antes
exigirle a la pequeña Cristina, que me diera un poco de coraje o valor
monetario, ya que ella era de esas jóvenes con padres generosos y buena
posición, lo supe desde el momento en que vi el papel en el que escribió su
verso reclamante, un buen papel una buena letra un buen bolsillo. En fin, a
veces solía quedarme frente a sus puertas escuchándolas, aunque lo intentaban
silenciar, un poco de placer escapaba por sus gargantas.
Por
supuesto los secretos no duran para siempre, y menos cuando la imprudencia hace
que dejes tu escritorio de trabajo y te encuentren con la cabeza bajo el hábito
de una novicia recostada sobre un bulto de cebollas. Lo que hace el amor, yo nunca
he podido acostumbrarme al olor.
Luego te llaman con la reina del mundo para
preguntar lo que ya saben, que si es tu letra, que si robaste las llaves de
portería, que si otras hermanas te han pagado para escribir cartas obscenas,
preguntan mientras tienen las cartas sobre el inmaculado escritorio desde el
cual la reina del pequeño mundo de esas mujeres, lo controla todo, lo ve todo y
lo juzga todo.
Pensándolo
bien hace años siendo una niña la vi por primera vez y estaba hermosa ahora aun
con su cara roja y enfadada seguía hermosa, como si el espíritu santo la
preservara del envejecimiento, era como si su rostro lozano en verdad quisiera
estar allí, no era una prisionera como las demás ella era una reina con total
control. Me encontraba en tan profundas meditaciones cuando de repente sentí la
mejilla roja y el rostro dolorido.
-no
me prestas atención, serpiente. Desde el momento en que te vi supe que la mala
semilla de nuestro padre había florecido con especial raíz en ti.
La
miré con los ojos fijos y con voz suave le dije:
- solo
son cartas, palabras nada más. Trataba de explicarle la trivialidad de la
situación mientras se resbalaba una sencilla lagrima por mi adolorida mejilla,
pero ella no quería escuchar, solo escupir su indignación sobre mí.
-ensuciaste
este santo lugar. Con tus palabras, les diste rienda suelta a lo que debían
mantener oculto, era una lucha que debían librar y ganar, pero por ti y tus
palabras la han perdido. Lo decía con una rabia descontrolada mientras arrojaba
las cartas sobre mi cabeza.
Después
de darme otro bofetón, me llevo a empujones hasta mi celda. - ¿Dónde están?
Pregunto con furia, señale hacia mi cama, luego la hermana de la portería
levanto el colchón y vio los billetes que simbolizaban mi cruzada en nombre del
amor. Era mucho lo confieso, no pude resistirme a la risa cuando me volteo a
ver con su bella piel de alabastro y sus ojos desorbitados de furia – tienes un
convento lleno de románticas enamoradas, le dije.
Ibagué,
Tolima 18 de julio 2020.