Este cuento esta dedicado a mi amado padre, un narrador innato.
En
la noche mientras descargo el carbón que logre quemar desde la mañana, guardo
la moneda de plata que recibí después de vender la carga de la semana pasada, me
subo discretamente sobre uno de los taburetes vigilando que nadie se vaya a dar
cuenta del escondite de las monedas en el entramado del techo, solo está el
gato gordo de pelaje blanco y negro, que finge dormir mientras me ve de reojo
hacer lo que cada semana hago, esconder mis escasas ganancias de cualquier
merodeador.
Después
de asearme y quitar todo el hollín de mi cara y manos, preparo la cena un
potaje de avena y cebada con alverjas y espinacas, no sabe bien sin pollo, pero
ya el último trozo fue consumido en el almuerzo, el gato huele mi plato después
de subir a la mesa, se tiende a mi lado y se queda mirando con felicidad sobre
mi hombro, ya sabe que su festín será mejor que el mío; desde hace ya un tiempo
llegamos al acuerdo silencioso, que sus presas van a ser cocinadas en el horno ya que las ha tenido que compartir en más
de una ocasión, después de todo tres monedas de plata no hacen a un hombre rico
o afortunado, pero un gato listo sí que lo hace.
Mientras
el gato se relame de satisfacción al terminar su ardilla asada, yo le cuento
una de las historias que mi padre solía contarme, el animal detiene su
acicalamiento y presta atención como cada noche.
Durante
la colonia de hombres criollos en tierra de mestizos e indígenas que se
consideraban a sí mismos aristócratas, le sucedió algo muy malo a Simón un
pobre hombre patojo a causa de un terrible hongo come carne que se escondía
debajo de las uñas de los pies, él trabajaba para don Lautaro de Vargas Castilla
y León, virrey de la villa; hasta que el gran señor lo vio cojear en las
caballerizas y le desagrado su apariencia por lo cual fue despedido. Simón a
partir de ese momento debió sobrevivir pescando en las noches lagos ajenos a hurtadillas.
Una
noche de luna clara y buen clima, se despidió de su madre desde la puerta del
rancho de bareque y paja que habitaban. Era tan bueno el clima y la luna
proyectada sobre el lago lo hicieron dormitar, hasta sentir el tirón de un pez
que había picado la caña de pescar, lo saco a toda prisa lanzándolo sobre el
campo, al ir a recogerlo vio que era un animal hermoso de colores muy variados,
parecía un brillante arcoíris era tal su belleza que sintió lastima de comerlo,
pero debía llevar algo a casa para que su anciana madre se alimentara.
Al
sacarle el anzuelo de la boca el pobre Simón se quedó más frío que la noche
pues escucho claramente como del pez salía una voz:
-
Si me
dejas vivir libre, yo te seré útil siempre que tengas una necesidad. Soy el peje mamey
Simón
estuvo completamente quieto mientras el pez le continuaba diciendo:
-
Solo
debes decir por Dios y el peje mamey quiero que… y yo te lo concederé.
Simón
tan acostumbrado a obedecer dijo: - sí su merced peje mamey. Y lo soltó de
nuevo al agua tomo su caña y se devolvió al ranchito pensando en que su mamita
tendría hambre en su pobre estomago que él solo llenaría con cuentos.
Ya
cansado y mareado miro la luna y dijo casi sin pensar: por Dios y el peje mamey
que yo este ya en mi casa. Al instante veía el techo de paja, su madre lo miro
sorprendida y le pregunto por dónde había entrado que ella no había quitado la
tranca de la puerta, mientras veía con desilusión el balde vacío sin ningún
pez, se le acercó y le dijo tranquilo simoncito que por acá tengo un agua
panelita caliente, así no dormimos con hambre. Pero Simón empezó a bailar y
saltar por toda la choza y grito:
-
¡por Dios
y peje mamey que aparezca una mesa con manjares de criollo para mi mamita y yo!
En
el acto apareció una mesa con manteles, vajilla y cubiertos para dos, servida
con pan con queso, brevas, carne de cerdo asada y chicha dulce, su madre cayo
de espaldas sobre un montón de bagazo de caña de azúcar. Simón la levanto
cargada la puso sobre la silla y le puso una breva dulce en la boca desdentada,
la anciana salto de alegría y comió carne de cerdo hasta quedar saciada, como
nunca pensó estarlo en su vida. Simón bebió hasta quedarse dormido debajo de la
mesa.
A
la mañana siguiente lo despertó alguien tocando con fuerza la puerta, al
abrirla se dio cuenta que era un viejo amigo que le traía una buena noticia,
don Lautaro necesitaba quien cuidara a sus cerdos y ya que nunca pasaba por
allí, no lo vería cojear entonces podría trabajar en paz. Su anciana madre lo
abrazo y le dijo alegre que ya no morirían de hambre y no tendrían que seguir
alucinando en las noches que cenaban como criollos. Era normal que la mujer pensara
que había sido un sueño la abundancia de la noche anterior, pues ya de la exquisita
mesa no quedaba ni rastro.
Simón
con su cojera a toda prisa trataba de seguirle el paso a su amigo, mientras él
le decía: - vamos patojo vamos. Que es para el que primero llegue.
Simón
pensó por Dios y le peje mamey que yo llegue de primero, y así fue su amigo
apenas noto el desplazamiento. Ya en las cocheras le dieron un cepillo y baldes
llenos de lavazas para los cerdos. Simón
muy obediente empezó a lavar las cocheras y a los cerdos, mientras estos comían
noto en sus pies una sensación de comezón, se rasco durante días hasta sangrar,
pero la suciedad de las porquerizas solo empeoraba sus hongos come carne. Así
que pensó que el peje mamey le podía ayudar con sus labores.
-
Por Dios
y el peje mamey que todo este limpio sin que yo deba hacer nada.
El
peje completamente fiel a su promesa limpiaba todas las porquerizas cada mañana
apenas simón llegaba a la hacienda de don Lautaro, incluso tenía la leña picada
y amarrada con bejucos, pero mientras los llevaba pensó que era tan grande el
montón de leña que era mejor que este lo llevara y no él al montón. Así que le
pidió al peje mamey irse volando sobre la leña. Lo que no había notado el pobre
y desafortunado Simón era que desde hacía días alguien lo espiaba.
La
bella hija del hacendado, la niña Proserpina lo había estado vigilando
sorprendida porque un patojo hacia el trabajo tan rápido, cuando lo vio volando
sobre la leña en dirección a los hornos de pan salió corriendo, pensando que
era un brujo con pacto pecaminoso con el diablo.
Simón
la vio correr, pero pensó que del susto no diría nada, al día siguiente estaba
dejando leña bajo los hornos de pan, cuando sintió que un líquido oloroso y
tibio lo empapo de la cabeza a los pies, al ver hacia arriba vio a la niña
Proserpina con su bacinica gritándole desde la ventana: - Así se espanta a los
brujos, hijo del demonio voy a contarle a mi papá y al reverendo padre Garcilaso,
y te van a llevar para la inquisición y te van a quemar por brujo, patojo
endemoniado.
Simón
la vio andar por los corredores buscando a su padre, mientras él llorando la
seguía mojado en orina y cojeando, suplicándole que no lo hiciera quemar por la
inquisición, que su mamita iba a quedar solita. Pero la joven solo le gritaba patojo
endemoniado, simoncito la agarro del brazo y la hizo caer al suelo, le tapó la
boca con las manos y le conto que era un peje que más parecía un ángel de lo
bonito, el que lo ayudaba que no era nada malo, pero ella lo mordió y corrió a
mayor velocidad, Simón se agarraba la cabeza y solo pensaba en su anciana madre
muriendo sola y de tristeza al ver a su pobre simoncito quemado en la hoguera y
excomulgado por la santa iglesia católica y el reverendo Garcilaso. Entonces no
sabiendo que hacer dijo:
-
Por Dios
y el peje mamey que la niña Proserpina aparezca en cinta de tres meses, sin ser
tocada por varón.
Proserpina
quedo de pie casi al instante detenida en su carrera, pues noto una panza de
tres meses de preñez, miro al patojo y él dijo: - no puede contar de quien es
su bebe, niña Proserpina. Mientras salía cojeando a toda velocidad.
Cuando
don Lautaro vio a su hija en ese estado se desmayó de la sorpresa, cuando
despertó dijo a sus nodrizas que no podían decir nada hasta el nacimiento del
bebé, encerró a su hija en su habitación y juro no hablarle de nuevo.
Simón
volvió a su choza y le conto a su madre mientras comían en su mesa servida como
para un criollo, y pensó que la pobre niña Proserpina no habría podido cenar
por su castigo, así que guardo en una servilleta unas brevas dulces y queso, a
la mañana siguiente se las dejo debajo de su ventana, ella lo vio y le lanzo de
nuevo su bacinilla con orina mientras lo insultaba y el pobre simoncito corría
alejándose. Pero era tal su hambre que comió las brevas y el queso.
Así
cada mañana Simón le traía restos de su cena, pronto don Lautaro noto que su
hija solo se ponía más radiante y saludable, así que dejo de negarle comida como
era su plan hasta que le confesara el nombre del padre de su criatura, culpable
de su deshonra.
El
día del nacimiento del hijo de la bella Proserpina su padre no pudo seguir
molesto, el bebé era muy bello y tenía los ojos azules como la abuela española de
Proserpina, entonces don Lautaro decidió organizar una fiesta como no se había
visto por las tierras del dorado. Invito a todos los criollos de los
alrededores y poblaciones cercanas, prometía días de comida con todo tipo de
carne, buen vino y pasteles endulzados con miel y caña.
Tomó
al bebé a escondidas y le dio una medalla de San Pablo su santo de nacimiento y
dijo al oído del pequeño que si su padre aparecía le entregará la medalla. Cada
hombre invitado de prestigio y buena cuna fue pasando frente al bebé para
saludar al festejado, pero el pequeño ni siquiera los miraba; ya cansado de la
situación el hacendado dio inicio al tercer día de fiesta pensando que su hija
había caído en pecado por un empleado de la hacienda, así que todos fueron
invitados y presentados al bebé.
Ya
al quinto día de fiestas el reverendo padre Garcilaso vio al patojo en las
porquerizas y lo señalo desde el balcón, mientras le preguntaba a don Lautaro:
- ¿y ese?, don Lautaro escandalizado miro al sacerdote con indignación mientras
decía: - ese pobre miserable, ¡sería una vergüenza! Sin embargo, el sacerdote lo invito a saludar
al bebé, quien se arrojó a sus brazos y lanzo sobre él la medalla, que le cayó
en el pecho a Simón.
Don
Lautaro no pudo con la vergüenza, así que le exigió al reverendo sacerdote que
los casara inmediatamente, luego puso a su hija con todas sus pertenencias
lujosas, vestido y muebles de recamara en un barco junto al bebe, y al pobre y
patojo Simón que solo llevaba un bulto de maíz cocido y su ruana. Lleno el
barco de manjares y viandas y los lanzo al mar. Proserpina no dejaba que Simón
se acercara sin insultarlo, no le prestaba abrigo o comida, pero él se mantuvo
con comida que su peje le daba.
Pero
la comida a la bella joven se le termino y temiendo que su hijo muriera de
hambre se lo llevo a Simón para que lo alimentara con ayuda del peje mamey, así
que en ese mismo momento apareció ante los ojos de Proserpina el peje mamey con
sus bellos colores del arcoíris, la joven mujer cayo de espaldas gritando al
escuchar al peje presentarse y hacerle una reverencia. Simón vio a la distancia un convento y dijo: -
por Dios y el peje mamey que la bella Proserpina sea la reverenda madre de ese
convento y ya no recuerde al peje, al patojo ni al bebé.
Así
fue cuando la joven regreso en si estaba vestida con hábitos de monja profesa y
sonaba el toque de campañas para el ángelus, se levantó alegre y salió hacia la
capilla para seguir su santa y beatifica vida nueva. Mientras el peje hundía el
barco hasta el fondo del mar y simoncito el pobre patojo llevaba de la mano a
su pequeño hijo hasta la choza de su anciana madre, para presentarlos, pensaba
en enseñarlo a pescar y en darle brevas dulces con queso y pan de cenar, ya que
el niño crecía extraordinariamente rápido y ya tenía dientes.
El
gato estaba dormido, después de todo era la centésima vez que escuchaba la
historia del carbonero dueño de tres monedas de plata y un gato, su dueño
parecía que nunca moriría, después de que creció tan rápido. Y ya su padre ni
su abuela le hacían compañía, ni el peje volvía.
FIN.
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