Movía
el agua tibia lentamente con la mano dentro de la bañera creando ondas,
esperaba a que el anciano llegara hasta el cuarto de baño y se sumergiera. El
viejo sacerdote era silencioso y suave como un melocotón, hacía décadas que el
baño diario se había vuelto un agradable ritual, cuidarlo en su fragilidad era
la forma de compensar sus acciones y omisiones pasadas. Mientras le masajeaba
las piernas hinchadas por las varices el anciano trato de tomar uno de sus
senos, pero ella le aparto la temblorosa mano diciéndole – en un momento su
excelencia, cada cosa en su momento.
La
mujer no era mucho más joven que el sacerdote, pero si mucho más ágil, una vida
de trabajo duro desde niña, le habían dotado de un vigor envidiable, lo ayudo a
salir sin mucha dificultad de la bañera y lo sentó en su cama, allí seco con
mucha atención su blanco y frágil cuerpo, con una toalla desteñida pero limpia;
lo cubrió de talco para bebés y le puso unos pantalones cómodos, cuando lo
recostaba en la cama él le susurro: - gracias.
Ella
se metió en la cama a su lado, para cantarle muy cerca del oído izquierdo, el
único que le funcionaba, después de miles de confesiones regurgitadas sobre el
oído derecho, ese villancico navideño que tanto le gustaba, mientras el anciano
mamaba su pecho izquierdo al tiempo que con sus suaves y arrugadas yemas
acariciaba su otro pezón, ella cantaba hasta que se dormía, siempre con los
ojos azules abiertos y la boca desdentada levemente abierta.
La
mujer contemplaba por la ventana como las gotitas de lluvia golpean suavemente
los cristales mientras el viento cómplice movía las hojas de los árboles en el
patio; como siempre pensaba en tiempos lejanos y desafortunados, el sonido de
la tetera la regreso desde sus remembranzas hasta sus deberes en la cocina, saco
las bolsitas de manzanilla y yerbabuena, la mezcla favorita del anciano
sacerdote para después de la siesta. Como era un día lluvioso durmió media hora
más.
Ella
subió las escaleras con el té, estaba caliente, pero cuando él estuviera
totalmente lucido como para beberlo ya estaría tibio. Siempre despertaba y preguntaba
si tenía visitas en el salón comedor, desde hacía mucho que no era así, cuando
sus jóvenes visitas dejaron de aparecer, él perdía lentamente sus fuerzas junto
con la noción del tiempo. La sangre de vírgenes siempre ha alimentado a los demonios,
solía decirle su madre y el anciano sacerdote ya no tenía vírgenes para saciar
su hambre.
Lo
observaba de pie junto a la cama sosteniendo en una bandeja las dos tazas de té
herbal, al lado tenía como compañero de sueños la imagen tamaño real de un
divino niño en pañales. Antaño debía sacarla de la habitación cuando las
jóvenes visitas subían a la planta alta, luego los esperaba con chocolate y
pastel como merienda para restablecerles el ánimo y el amor por la vida
honesta, al menos eso era lo que deseaba que sintieran aquellos en sus
estómagos revueltos.
-
¿En qué piensas querida?
Retiro
la vista de la pequeña estatua y lo vio mirándola con esos afectuosos ojos
azules de niño pequeño, con los que la recibía después de soñar.
- Beba se excelencia. Le dijo mientras le acercaba la taza
y le acomodaba las almohadas.
- ¿qué hay de comer?
Ella
le respondió sin ningún tipo de matices en la voz, ya resignada a la inminente
muerte por hambre, por supuesto un castigo merecido.
- Nada, ya sabe cómo son los vendedores, debo salir hasta
el otro pueblo y por la lluvia el camino va a estar lodoso.
- Ve caminando. Siempre has sido fuerte, querida.
Ambos
bebieron el té con calma, mientras recordaban el pasado, como suele suceder con
las personas que reconocen ya no tener futuro. El anciano empezó a contarle una
vez más sobre las catacumbas del monasterio de Santa Helena, de cómo los monjes
perdieron sus preciosos conejos durante una peste en el 27, del
desabastecimiento, del rumor verdadero que la tierra de las tumbas ayudaba a
preservar los cuerpos incorruptos de los santos monjes y de los simples
mortales que se podían permitir dormir la eternidad junto a ellos.
Ella
ya ni siquiera lo escuchaba, mientras hablaba de la venta prodigiosa de la más deliciosa carne de conejo, casi milagrosa en medio
de la peste, ni de como durante el terremoto las catacumbas quedaron al
descubierto, y sobre cómo no se encontró más que un par de cuerpos de abades,
lo demás devorado consumido sin pudor, ni del olor de los cuerpos de los monjes
quemados en hogueras por campesinos y terratenientes asqueados por su obligado canibalismo,
ni de los monjes cantando el páter Noster en un latín celestial al arder.
- Iré caminando, después de todo no es tan lejos. Lo interrumpió
diciendo la mujer mientras ponía las tazas en la bandeja, salió con pasos
sosegados después de tocarle la frente y comprobar su temperatura estable.
Frente
a la puerta titubeo antes de abrirla, recuerda los insultos, los escupitajos,
las verduras podridas y una que otra piedra.
Caminaba con las botas y el impermeable puesto con la esperanza de que
le sirvieran de camuflaje, ahora notaba las miradas con menos rencor y más
lastima, las lenguas menos ruidosas y vociferantes ahora murmuradoras. Ya las
autoridades ni siquiera llegaban en las noches con inspecciones sorpresa, las certezas
de antes solo eran rumores, suposiciones, simples malentendidos. Moloch y su
guardiana pronto se desvanecerían como los cuerpos de aquellos golosos monjes,
dejando solo el olor a podredumbre en el aire.
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