martes, 8 de junio de 2021

MANSEDUMBRE

 

Movía el agua tibia lentamente con la mano dentro de la bañera creando ondas, esperaba a que el anciano llegara hasta el cuarto de baño y se sumergiera. El viejo sacerdote era silencioso y suave como un melocotón, hacía décadas que el baño diario se había vuelto un agradable ritual, cuidarlo en su fragilidad era la forma de compensar sus acciones y omisiones pasadas. Mientras le masajeaba las piernas hinchadas por las varices el anciano trato de tomar uno de sus senos, pero ella le aparto la temblorosa mano diciéndole – en un momento su excelencia, cada cosa en su momento.

La mujer no era mucho más joven que el sacerdote, pero si mucho más ágil, una vida de trabajo duro desde niña, le habían dotado de un vigor envidiable, lo ayudo a salir sin mucha dificultad de la bañera y lo sentó en su cama, allí seco con mucha atención su blanco y frágil cuerpo, con una toalla desteñida pero limpia; lo cubrió de talco para bebés y le puso unos pantalones cómodos, cuando lo recostaba en la cama él le susurro: - gracias.

Ella se metió en la cama a su lado, para cantarle muy cerca del oído izquierdo, el único que le funcionaba, después de miles de confesiones regurgitadas sobre el oído derecho, ese villancico navideño que tanto le gustaba, mientras el anciano mamaba su pecho izquierdo al tiempo que con sus suaves y arrugadas yemas acariciaba su otro pezón, ella cantaba hasta que se dormía, siempre con los ojos azules abiertos y la boca desdentada levemente abierta.

La mujer contemplaba por la ventana como las gotitas de lluvia golpean suavemente los cristales mientras el viento cómplice movía las hojas de los árboles en el patio; como siempre pensaba en tiempos lejanos y desafortunados, el sonido de la tetera la regreso desde sus remembranzas hasta sus deberes en la cocina, saco las bolsitas de manzanilla y yerbabuena, la mezcla favorita del anciano sacerdote para después de la siesta. Como era un día lluvioso durmió media hora más.

Ella subió las escaleras con el té, estaba caliente, pero cuando él estuviera totalmente lucido como para beberlo ya estaría tibio. Siempre despertaba y preguntaba si tenía visitas en el salón comedor, desde hacía mucho que no era así, cuando sus jóvenes visitas dejaron de aparecer, él perdía lentamente sus fuerzas junto con la noción del tiempo. La sangre de vírgenes siempre ha alimentado a los demonios, solía decirle su madre y el anciano sacerdote ya no tenía vírgenes para saciar su hambre.

Lo observaba de pie junto a la cama sosteniendo en una bandeja las dos tazas de té herbal, al lado tenía como compañero de sueños la imagen tamaño real de un divino niño en pañales. Antaño debía sacarla de la habitación cuando las jóvenes visitas subían a la planta alta, luego los esperaba con chocolate y pastel como merienda para restablecerles el ánimo y el amor por la vida honesta, al menos eso era lo que deseaba que sintieran aquellos en sus estómagos revueltos.

- ¿En qué piensas querida?

Retiro la vista de la pequeña estatua y lo vio mirándola con esos afectuosos ojos azules de niño pequeño, con los que la recibía después de soñar.

-       Beba se excelencia. Le dijo mientras le acercaba la taza y le acomodaba las almohadas.

-       ¿qué hay de comer?

Ella le respondió sin ningún tipo de matices en la voz, ya resignada a la inminente muerte por hambre, por supuesto un castigo merecido.

-       Nada, ya sabe cómo son los vendedores, debo salir hasta el otro pueblo y por la lluvia el camino va a estar lodoso.

-       Ve caminando. Siempre has sido fuerte, querida.

Ambos bebieron el té con calma, mientras recordaban el pasado, como suele suceder con las personas que reconocen ya no tener futuro. El anciano empezó a contarle una vez más sobre las catacumbas del monasterio de Santa Helena, de cómo los monjes perdieron sus preciosos conejos durante una peste en el 27, del desabastecimiento, del rumor verdadero que la tierra de las tumbas ayudaba a preservar los cuerpos incorruptos de los santos monjes y de los simples mortales que se podían permitir dormir la eternidad junto a ellos.

Ella ya ni siquiera lo escuchaba, mientras hablaba de la venta prodigiosa de la más  deliciosa carne de conejo, casi milagrosa en medio de la peste, ni de como durante el terremoto las catacumbas quedaron al descubierto, y sobre cómo no se encontró más que un par de cuerpos de abades, lo demás devorado consumido sin pudor, ni del olor de los cuerpos de los monjes quemados en hogueras por campesinos y terratenientes asqueados por su obligado canibalismo, ni de los monjes cantando el páter Noster en un latín celestial al arder.

-       Iré caminando, después de todo no es tan lejos. Lo interrumpió diciendo la mujer mientras ponía las tazas en la bandeja, salió con pasos sosegados después de tocarle la frente y comprobar su temperatura estable.

Frente a la puerta titubeo antes de abrirla, recuerda los insultos, los escupitajos, las verduras podridas y una que otra piedra.  Caminaba con las botas y el impermeable puesto con la esperanza de que le sirvieran de camuflaje, ahora notaba las miradas con menos rencor y más lastima, las lenguas menos ruidosas y vociferantes ahora murmuradoras. Ya las autoridades ni siquiera llegaban en las noches con inspecciones sorpresa, las certezas de antes solo eran rumores, suposiciones, simples malentendidos. Moloch y su guardiana pronto se desvanecerían como los cuerpos de aquellos golosos monjes, dejando solo el olor a podredumbre en el aire.

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PISO 7 APATAMENTO 704.

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