Dayanne Léon.
El
diluvio inicio con una belleza inusual, un día soleado, con nubes blancas desplazándose
lentamente en el cielo guiadas por la brisa, las primeras gotas eran
cristalinas, caían sobre las hojas y flores en una danza multicolor liderada
por los rayos de sol. las siguientes gotas obligaron a cerrar ventanas y guardar
la ropa de los tendederos; perros, gatos y niños entraron a sus casas y
esperaron frente a las ventanas lo que ya no sucedería.
Las
personas del pueblo estaban algo alarmadas, después de cuatro semanas esa sutil
lluvia no cesaba, las plantas empezaban a ahogarse, las prendas de vestir olían
a humedad, los huesos de los viejos dolían y los nervios de los niños se
tensaban. Ya tomar té, café o chocolate junto a la televisión o los libros no
era posible, pues estos se llenaron de hongos y la programación de cada canal y
emisora fue cancelado. La alarma se desplazaba sobre ellos como una sombra
larga.
Pepe
era un adolescente ese día, ahora un joven adulto. Había visto a cientos de
personas en el pueblo morir por falta de alimento; los vegetarianos fueron los
primeros pues tener convicciones morales en una crisis no es cosa conveniente,
no había ninguna planta o cultivo que sobreviviera a la suave e implacable
lluvia que todo lo ahogaba, los carnívoros terminaron por consumir gatos,
perros y niños que esperaban junto a la ventana lo que nunca sucedería.
Pepe
ya era un anciano cuando los carnívoros sin convicciones morales empezaron a
perder su cabello, la piel de todos se puso gris y la desnudez ya no era la vergonzosa
belleza de antes. En las costas las personas escuchaban a las ballenas cantando
odas al triunfo, mientras ellos levantaban sus cabezas y trataban de olfatear
animales terrestres, pero no quedaba nada, solo ellos y su hedor a lodo. La
superficie sobre la que ahora estaban era blanda, resbaladiza y se diluía como un
iceberg en el agua salada. La sed, el hambre y las ballenas que cantaban.
Pepe
la vio caer sobre su pie izquierdo, toda roja y brillante, traída por el
viento, no las veía desde que su madre le pidió aquel día de belleza inusual
que descolgara las sabanas del tendedero, en el patio exterior de la casa; era una rosa. Cuando se agacho para tomarla sintió sobre su espalda cien años de
dolor, al levantar su rostro vio el de ella, sin duda una ella, las hembras no perdían
sus glándulas mamarias, algo para agradecer al creador; lo veía con sus ojos
blancos, acuosos y desorbitados, el rostro estaba tan pegado al suyo que casi
compartían respiración. Alargo su mano con traslucidas membranas entre los
dedos y devoro la rosa sin dejar de mirarlo, luego de un salto llego al mar y
se sumergió, nado, dio unas volteretas, lo miro desde el mar y desapareció en
el. Pepe oía el canto de las ballenas mientras se recostaba sobre el montículo
de lodo y agradecía que ya el diluvio había terminado, al menos para él.